M_v_M

23/08/2008 15:19:23

Los días pasaban, con ellos los meses y los años sucesivos. La ciudad de las arenas que el kenku un día conoció a fondo, pateándola, limpiándola y animándola, ahora era un yermo vacío de vida y bondad.

Pero antes de que eso ocurriera, Kyrst ya había escapado de aquel lugar, rumbo al camino, de donde vino y a donde siempre podría volver.

Como siempre, se fue sin decir nada a nadie. No porque no apreciara a sus ya viejos amigos, sino porque el fuego que el pequeño sentía muy dentro de su pecho no entendía de despedidas ni de dramas, sólamente de deseos e ilusiones.

Cristina tenía un buen trabajo y era una persona respetada allá donde fuese. De eso podía darse cuenta hasta Kyrst... Ella estaría bien.

Cargado con las mochilas mágicas, sus pequeñas armas y las provisiones que habrían servido para volver a las montañas, se aventuró en solitario hacia ninguna parte.

Y los días pasaban, con ellos los meses y los años sucesivos... Se esfumaron los antiguos sueños, pero a él eso no le importaba. Ya vendrían otros.








Un sol de justicia guiaba el sino de la caravana a través del Camino del Comercio. A media altura del mismo, donde todavía no había que preocuparse de las criaturas que moraban en las montañas nevadas del norte, y donde ya habían quedado atrás los horrores del desierto de Cálimshan.

Claudio y Steve McGonad, los únicos mercaderes que por aquel entonces se atrevían a ir tan al sur, a abastecer a los pueblos del desierto que no habían sido tomados por los demonios, volvían a su casa en Baldur, descansados ellos y los caballos que tiraban de su caravana.

Lo que los hermanos McGonad no habían tenido en cuenta, era que en aquellas tierras, y más en esa época del año, solían verse gigantes de fuego rondando las inmediaciones del camino.

Y, en efecto, no tardaron en escucharse a un lateral del camino los rugidos y golpes que anticipaban la llegada de aquellos titanes, tenidos por casi todo viajero como una de las peores amenazas.

Se lamentaron en ese momento de que la escolta que habían contratado sólo estuviera obligada al viaje de ida y no al de vuelta.

Espolearon sin parar a los corceles, pero en un par de millas no habría nada que hacer... Las zancadas de los gigantes recorrerían la desventaja que ahora mismo les separaba.

Miraron hacia atrás, horrorizados ante la marcha de los tres gigantes, que ya se veían como grandes edificios ígneos y pronto se les echarían encima.

Pero entonces sucedió algo extraño, tan rápido que los dos hombres no pudieron verlo por completo.

Uno de los gigantes aulló, y se quedó arrodillado en el suelo por un instance, haciendo retumbar la tierra, agarrándose el tobillo con fuerza. Un segundo después, un violento espasmo recorrió su cuerpo y cayó cuan grande era, boca abajo, en la hierba.

Tan deprisa pasó esto, que los otros dos siguieron corriendo unos cuantos metros más.

El segundo de los gigantes, de repente tropezó con algo, y ya no se le volvió a ver. Desde el punto de vista de los dos hermanos, se lo acababa de tragar la tierra.

Otro estruendo, el del gigante desaparecido al caer en el foso camuflado. Y otro aullido, el consiguiente a haberse roto algo, seguramente las rodillas o los tobillos al caer en el agujero.

El último titán, sorprendido y confuso, giró sobre sus pies, para encontrarse a su compañero con el tobillo rajado y una espada similar a una katana, pero más corta, clavada en la columna, muerto.

Y al lado, a algo que le apuntaba con un arco.

Un instante después, ya no vió nada más. Cayo al suelo de espaldas y expiró.

Los comerciantes se quedaron atónitos y decidieron volver sobre sus pasos para ver qué había pasado. Prudentemente se acercaron y vieron a los dos gigantes muertos y al del foso cosido a flechazos.

Miraron alrededor, pensando que habían sido ayudados por los elfos. Pero ambos sabían que esas flechas no eran de manufactura élfica... Y ambos sabían que los elfos no solían llevar plumas como adorno... Y tampoco solían sacarles los ojos a sus víctimas...

Y es que en el suelo había algunas plumas negras, grandes para un cuervo, pero muy similares a éstas en todo lo demás.

Decidieron continuar su camino, con las mercancías, con los caballos y con sus vidas a salvo. Y sobre todo, con una historia que contar.





Kyrst les vió marchar desde una posición elevada, mientras limpiaba su espada, la que su ama le había dado tiempo atrás, y se sintió bien, contento.

No sabía desenvolverse en los caminos, siempre se olvidaba de dónde estaba el norte o dónde estaba el sur. Tampoco sabría seguir un rastro, no sabiá cómo apaciguar a un lobo o a un ciervo... Al menos de momento.

Pero sabía hacer algo, y se le daba mejor que a muchos otros seres. Y era luchar contra enemigos grandes, y si son gigantes, mejor. Si además conseguía ayudar a alguien, entonces pensaba que su vida aquél día tenía sentido.

Clavó los tres pares de ojos en tres palos afilados, y se los guardó en su bolsita de los tesoros. En su pequeño santuario, lejos de allí, ya podían contarse centenares de ellos. Eran sus pequeños trofeos, no para vanagloriarse de nada, sino por simple coleccionismo, algo que le había acompañado desde siempre.

Ya no era el pequeño Kyrst de antaño, al menos no por dentro. Habían pasado los años, y muchos de sus sueños se habían ido desvaneciendo. Ahora sólo seguía viviendo, día tras día, disfrutando de todo lo que le rodeaba, que no dejaba de sorprenderle.

Muy poca gente sabía dónde solía estar, pero muchos mercaderes dejaban provisiones tras ser salvados por el extraño ser emplumado.

Viendo pasar los días y viendo qué podía depararle cada nuevo amanecer allí.

Muchas veces echaba de menos a su ama, a sus amigos, a la idea del pueblo de Familia.

Pero había comprendido, muy dentro de él, que ya estaba en su pequeña Familia, al hacer que otra gente tuviera a su propia familia esperándole en casa, gracias a él.