radabar

05/08/2009 23:17:32

"Si alguien puede ser víctima del egoísmo al venir a este mundo, ése soy yo".

Ése pesar le azotaba la mente desde que era sólo un crío, cuando ni siquiera necesitaba salir de su casa para ver la luz del día.... en cambio debía tener cuidado con que alguna de las leprosas tejas que hacían su tejado se le viniera encima.

En una de las más desvalidas casas del Khanduq, nació el pequeño muchacho, y desde que consiguió la memoria, el pensamiento de abandonar esa vida se hizo con ella.

Claro que poco se dabe acerca de cómo hacerlo. Sus padres, peleteros por obligación, se conocieron siendo esclavos de la ciudad calishita. Cuando la madre quedó embarazada, de poco servían sus servicios, y considerando el tiempo que había llevado sirviendo, le concedieron la libertad.

Su padre tuvo peor destino. Trabajó siempre para el mismo hombre, tejiendo todo tipo de telas y pieles para que su amo comerciara. Sobra decir que nada de ésto sabía, con sólo tiempo para trabajar y servir, y nada para indagar... Pero sí lo hacía el hijo. Un muchacho de siete años, que, sin remedio, tuvo que aprender a desenvolverse en las calles.

Cierto día, un hombre encapuchado, le ofreció una pieza de cobre por compasión. Con dudas de si aceptarla o no, terminó haciéndolo, porque ese sería su mayor tesoro. La conservó por meses, hasta que un día su madre, a nada estuvo de descubrirla... y él, temiendo perderla, decidió ir a los puestos que había cerca de los muros de la ciudad para comprar la más grande de las piezas de fruta que tuvieran... Señalando una sandía con la que creía que podría comer por siempre, y ofreciendo la pieza de cobre con la otra mano, el frutero no pudo hacer otra cosa más que negarse, ya que la pieza costaba 15 veces más de lo que el pobre muchacho ofrecía. Y fue ese día, tras largo tiempo de "sin suerte", que Tymora quiso volver a sonreirle... Una mujer, bastante guapa y de cuerpo esbelto, perfecto, le sonrió a su carita decepcionada y desengañada, llevó la mano a una bolsita esmirriada, y, sacando el cobre necesario, compró la sandía. Se la fue a entregar a Sand, pero esta vez el niño se negó:

- Tú la has comprado, -dijo el niño- pues tuya es.
- Hagamos una cosa, -la sonrisa de la bella mujer, parecía imposible de desvanecerse- la partiremos en dos, así podrás disfrutar de tu mitad con tus papis.
- No tengo padres -fue su sentencia.
Y la mujer, aunque descubrió la mentira de la afirmación, también detecto la verdad que para el niño conllevaba. Ésto derivó en una larga charla, sentados en unos troncos, a la sombra y con una enorme sandía para ambos...
-¡Llévame contigo! no seré ninguna carga, ¡lo juro! ¡Por favor!
- Pero, ¿adónde, mi pequeño amiguito? Tienes a tu familia a...
-¡No! Y... y... esos guantes! los he visto en un tomo, sé acerca de ellos, son de la Rosa Amarilla. ¡Llévame contigo! ¡Enséñamea vivir una vida mejor!

Así fue que conoció a una miembro de la orden monástica de la Rosa Amarilla. Ése mismo día, fue a hurtadillas a su casa y recogió sus, contadas con una mano, pertenencias, luego, con el cuchillo de caza de su padre, hizo una grabación en la madera que hacía de pared: Me voy.

Comenzó entonces el interminable y larguísimo viaje hasta Damara, unas tierras que se encuentran a meses de trayecto al noreste de las arenas calishitas.

Pasaron luego unos años de entrenamiento, aprendizaje, estudio y meditación. Y fue entonces cuando Sand, ahora un muchacho, descubrió unos intereses antes ocultos, dormidos. Lo aceptó, pues algo que había aprendido en sus meditaciones, era que crear enfrentamientos interinos no llevaba a ningún lugar. Los hizo parte de él. Sólo se necesitó un día para que uno de sus maestros lo detectara y dos minutos más, para que se reuniera con los demás superiores con el fin de discutir el asunto.

Cuando la resolución de su expulsión de la orden quedó tomada y fueron a comunicársela, descubrieron que el muchacho había partido del monasterio sin decir una palabra.

Los monjes de la Rosa Amarilla, no sintieron otra cosa más que precaución, pues un joven de distinguida moral ------- había salido del monasterio con suficientes conocimientos como para ir a aprender por su cuenta, con todo lo que ello conlleva.