pastoretpastor

23/11/2009 11:15:37

[size=18:e57ed22518]Los ojos de la ruina:[/size:e57ed22518]

Seis horas de parto, las sábanas manchadas de rojo, las comadronas trabajando durante toda la noche, a la llegada del nuevo día la jefa de comadronas (curandera del pueblo, sacerdotisa novel) alzó al niño para que viera el astro rey.

Cuando fue puesto al regazo de su madre, ésta que había perdido tanta sangre le mostró una sonrisa forzada, la comadrona adecuó al recién nacido mientras su madre lo abrazó con las pocas fuerzas que le quedaban; cortó el cordón, limpió lo que pudo, le contó los dedos y le abrió los ojos. Sus ojos miraron a su madre por primera vez y en ese preciso instante perdió la batalla de todas las madres.

La comadrona lo sacó de los inertes brazos que lo presionaban y se lo tendió a su ayudante para así atender al nuevo paciente, le tomó el pulso... si, había perdido.

Pasaron varias horas mientras lamentaban la muerte de una de sus vecinas. El horno cercano al molino siempre había sido mantenido por ella y su marido, todo el pueblo la conocía, toda la isla tenía que ir por su pan allí y se hizo gran eco en todos los rincones.

Y su marido enterró a su pobre mujer al día siguiente.

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Varias semanas después en la plaza del pueblo la comadrona volvió a alzar el bebé mientras el astro se alzaba de nuevo. Con una oración lo depositó en una cuna y todo el pueblo marchó hasta la orilla de la playa que cercaba la villa. Los botes de los pescadores estaban varados a tierra, todos querían ver que sucedía pues la isla en pleno se había reunido por obligación del jefe del clan y la comadrona.

La cuna fue puesta en un bote y gritó:
-¡Dioses del mal, traidores de la fe! ¡Os traigo éste, vuestro vaticinio de años negros, para que sea engullido por las aguas pues en esta isla no queremos nada de vosotros!

El bebe abrió los ojos y empezó a llorar ante las salmodias de la vieja, los hombres se apresuraron a coger el bote y llevarlo aguas adentro, cuando la corriente empezó a tragarlo, volvieron a la orilla y vieron como se alejó de la cala.

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Pescar atunes, si si, era el ejercicio de concentración que más le gustaba. Pescar atunes, vacío espiritual, contemplación y ¿qué? ¿qué ha picado? No, el anzuelo no se ha movido por nada vivo. Abrió los ojos:
-¡Oh! ¡Un bote nuevo todo para mi!.

Rápidamente ancló el cabo muerto y saltó al bote para atarlo al suyo. Saltó y... ¿un niño?. Si, dormía. Parecía dormir, no estaba muerto. Además, le pareció el viejo bote de el pescador Satop. Le hizo pensar durante unos minutos y al final dijo:
-En este pueblo están todos locos...-aunque nadie lo oyera.

Puso rumbo a su islote y se llevó consigo al nuevo bote y al pequeño. Tendría que comprar con urgencia una cabra para darle de beber y quizá... vaya, hacía mucho que no tenía que cuidar a un niño, no, a un niño no, eso tenía como mucho una semana o dos. No importaba, ya vería como solucionar las cosas...

Su islote... que bien, le cabía su pequeño monasterio, su pequeño campito y su pequeño corral. En el pueblo ya nadie se molestaba en tomar rumbo a aquel lugar. Nadie se atrevió desde que en la noche intentaron robar sus dos carneros y uno de los bandidos volvió con tres extremidades en vez de cuatro. Ya nadie confió en el vendedor de frutas ni en sus compañeros Ralfy y Quentyn, pues todos supieron porque y donde perdió su brazo cuando la comadrona atajó la sangre que salía a borbotones del pobre frutero Rooney.

Así que dejó en la entrada al bebe y hizo un combinado de raíces de jade con aguamiel y leche de vaca para que el crío se durmiera, viajó al pueblo y compró una cabra productiva, que se llevó consigo al islote sin decir ni palabra de lo que ahora era su propiedad. Se enteró del rumor, él no hablaba pero sabía escuchar. Sólo por sus ojos... no era una decisión acertada, lo tenía claro.

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Aquel chico de ojos color sangre se crió como lo hizo él: solo.

Nadie del pueblo fue al islote para nada y pronto el chico mostró aptitudes. La espada ya formaba parte de su brazo. Su espíritu ya viajaba junto al suyo en contemplaciones de varios días, los espíritus le habían dado fuerza, quizá en otra vida fuera rey... puesto que a sus doce años no mostraba la estupidez de los niños del pueblo. Responsabilidad, trabajo y espada: así se tomaba las cosas y su maestro estaba orgulloso de ello.

Mientras pescaba, su maestro le enseñaba contra quien debía levantar la espada, en que situaciones y como hacerlo, las prácticas de equilibrio en el bote eran regulares y cuando tenían la desgracia de que un animal muriera le presentaba el honor de probar su filo contra la carne, le explicó innumerables veces que la hoja recta tiende a empotrarse en el momento del corte, mientras que la curva obtiene siempre un corte tangencial a la trayectoria del arma y con ello evita que la katana se quede bloqueada. También aprendió el iaido, por el cual desenvainar antes y en mejor lugar que tu oponente era vital.

Forjó junto a él un buen sable corto, conocido como wakizashi (sable corto similar a una katana), que además lo hizo su bastón, pues su funda hizo que fuera una shirasaya (conjunto de empuñadura y vaina que forman el efecto que consigue que la espada parezca un bastón, lo llaman bastón armado). Y así el niño conoció las partes de la espada, así el niño aprendió a diferenciarlas según sus partes y escoger la que mejor se debía adaptar al uso que le daría.

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Pero en el pueblo pasaron muchos años y una nueva generación veía desde sus botes como el islote se plantaba frente a sus playas, como el bote salía periódicamente con el anciano y el niño a pescar. Como conseguían mayor captura que ellos todos los días, como conseguían saber el tiempo que hacía pues cuando no salía el bote del anciano y el niño el aire se alzaba y caía una gran agua... y así, fueron a robarle otra vez el ganado.

Los hijos del frutero se presentaron allí con sus dagas rudimentarias en la noche, un arco corto por si acaso y una gran sed de venganza. Cuando llegaron al edificio que daba paso al huerto de piedras, pues estaba entre tres riscos y el cuarto era la misma construcción no vieron a nadie ni oyeron nada, así que siguieron adelante. El pequeño de quince años dormía y ya no era tan pequeño, el anciano meditaba en el jardín de piedras. Parecían tenerlos localizados, el hijo del frutero tensó el arco y una flecha salió hacia el anciano meditabundo. Movió su mano rápidamente y esquivó el proyectil, la flecha se hundió en la palma de su mano pero evitó que penetrara en sus pulmones. Gritó:
-¡Kanamen! ¡Armario prohibido!.

Se levantó con dificultad, observó a los niños y dijo con paciencia:
-Estáis cometiendo un error.
-El error lo cometiste tú hace muchos años viejo estúpido de ojos estirados...-el hijo del frutero alzó el arco y disparó.

Y un gran filo partió en dos al hijo de Roonie cuando la flecha atravesó el corazón del viejo Kano, que herido como estaba no pudo esquivar el proyectil. Sus compañeros se bañaron en sangre, mientras se giraban para ver los ojos rojos llenos de furia de Kanamen, que con un corte tangencial, como le enseñó su maestro, había conseguido que no se atrancara aquella horrenda espada de dos metros de nagasa (longitud), medio metro de tsuka (mango) y metro y medio de filo en su presa.

Nunca había visto esa espada, estaba en el armario prohibido y no dudó en cogerla pues presidía el lugar. Tenía el mei (firma del armero) del legendario forjador Tsuba y un hamon (línea diferencial del temple de la hoja) que parecía cortar el viento. Giró sobre sí mismo y en un giro de 360 grados pudo oir como la gran espada cortaba a los enemigos de sus dos lados... y caían con un gran corte en el cuello que hacía llover una lluvia carmesí y teñía la luz de la luna de rojo.

Despidió dignamente de la vida a los cuatro esa misma noche. No lloró, parecía hacerlo todo como si fuera un autómata. Limpió la sangre del lugar, ordenó las piedras del jardín, puso grandes montones de paja bajo los cuerpos, los animales sobre los dos botes y incendió la casa tras hacer un paquete que ligó con dos tiras de cuero.

Una tinaja de aceite sobre los cadáveres... y fuego. Subió al bote y los desamarró mientras podía ver lo que dejaba atrás: su maestro, su vida...

En el pueblo, vieron el amanecer y el humo del islote. El nerviosismo tomó parte entre las familias que podían notar que sus hijos parecían no llegar... y cuando vieron que venían dos botes y sólo una persona los comandaba un mal presentimiento y rumores llegaron a las cabezas de todos. El pueblo se movilizó a las orillas de la cala que daba al islote y plantado sobre la proa del bote la curandera lanzó un lamento al ver los ojos rojos cargados de furia. Los pescadores se alteraron al ver la longitud del filo que tenía apoyado en su hombro y el jefe del clan se adelantó armado con su gran hacha dos pasos para recibirlo con violencia si hiciera falta.

Tomó tierra el bote y así pisó por primera vez Kanamen una tierra que no fuera la de su islote. No parecía querer atacar, así que el jefe del clan, con su hacha apoyada en el suelo, no hizo signos de querer empezar la refriega. Simplemente dijo:
- ¿Qué ha pasado?

Kanamen lo miró duramente, la curandera se adelantó y pronunció con toda su voz:
- ¡Os lo dije! ¡Los ojos de la ruina vuelven! ¡Tymora nos da la espalda llevando este niño al viejo loco! ¡Hagamos lo que no acab... -se interrumpió, salió algo de sangre de su boca y vieron que un shuriken estaba metido en su garganta proveniente de la mano izquierda de Kanamen. Su maestro ya le había hablado de ella y por la descripción dada supo inmediatamente de quien se trataba y lo que pensaba sobre él. Una clériga impostora del dios oscuro de la mala suerte y que tenía al pueblo temeroso no merecía vivir, sólo esperaba que lo entendieran...

Todos tomaron las armas, el jefe del clan el primero.
- ¡No estaba loco! ¡Lo asesinaron! -gritó Kanamen ante el pueblo fundido en ira.
- ¡Tú los mataste! ¡Y has vuelto a matar! -respondió alguien del público.

Dio dos pasos atrás con cautela y echó a los pies del jefe del clan un arco corto y una flecha ensangrentada.
- ¿De quien es esto? Es lo que mató a mi maestro.

El jefe del clan se giró para mirar furtivamente a Rooney, que lloraba la muerte de su hijo tapándose con su única mano la cara, las mujeres gritaban, los hombres se lamentaban, las ayudantes de la curandera se la llevaban para atenderla en otro lugar, el pueblo estaba loco pero Gwyld era conocido por ser un jefe justo y duro a partes iguales cuando debía serlo. Se adelantó y clavó su hacha sobre la arena pegando un gran grito.
- ¡Oidme: mi pueblo!

La multitud acalló sus lamentos y gritos para poner su atención al gran jefe. Con un potente chorro de voz habló para las gentes:
- Kanamen, portador de la ruina, ha decidido volver. La comadrona ha muerto, tres de nuestros jóvenes han muerto, el viejo Kano del islote ha muerto... no habrá futuro para ellos, pero si para nosotros. Los jóvenes murieron por su propia mano, decidieron vengar el infortunio de sus padres por ellos mismos y sufrieron lo justo y Kanamen, portador de la ruina, ha asesinado en su defensa a quien ha intentado matarle con su voz o sus armas. ¡Oigamos que tiene que decir el portador de la ruina! -el pueblo aceptó con resentimiento el veredicto del gran jefe y observó duramente, con ensombrecidos ojos y miradas frías a Kanamen.
- Me voy. El primer barco que salga en cualquier dirección será mi destino y no seré visto jamás aquí otra vez.

El pueblo susurró, el gran jefe lo miró expectante, un hombre vestido con una túnica de múltiples colores y con un moreno de piel diferente al de los pescadores se adelantó entre el público y le dijo:
- Soy el comerciante de especias, vengo de bastante lejos... un lugar llamado Calimshan donde los olores son extraños, hay camellos en lugar de caballos y los hombres viven en una tierra perennemente infértil. De todas formas, es un buen lugar para empezar... el viaje será largo y mi galera es acogedora, aunque tendrás que pagar un billete...

El jefe del clan desanudó una bolsita de cuero y tintineó al lanzarla a los pies del comerciante:
- Con eso bastará, nos quedaremos los animales del viejo por este oro.

Kanamen asintió: le daba igual el lugar al que partir.