tusubconsciente

11/01/2010 13:57:10

Una afirmación retumbó entre las paredes del lóbrego palacio. Las sombras no fueron más que el testigo silencioso de lo que conmocionaría al poblado unos días después. La información siempre se utiliza, el pueblo siempre es el perjudicado, el pueblo nunca contaba con la salvación.

Pellinor amontanaba madera para otra dura noche invernal. Subía y bajaba su hacha cortando los troncos lo más pulcramente que podía, su padre apareció entre el viento poblado de copos de nieve y observó durante unos minutos en silencio como su hijo mantenía su cuerpo caliente mediante el ejercicio. Lentamente separó de su cara la piel del zorro que el año pasado capturó en la cacería y sus labios empezaron a articular palabras no sin castañear:
[b:664ca87e42]- Hijo, traigo malas nuevas.
- Lo suponía, el silencio te delataba[/b:664ca87e42] -dejó a un lado el hacha de mano y preparó los paquetes para acarrear la leña hacia la vivienda.

Caminaron un largo trecho hasta que abrieron la puerta de su casa. El joven no preguntó a su padre pues su madre también debía de saber que era lo que le preocupaba a su padre en su mente. Los goznes chirriaron pues también soñolientos permanecían ante el frío húmedo que oxidaba sus juntas, entraron sin hacer ningún ruido y penetraron hasta el hogar donde madre preparaba un estofado de verduras.
- Madre, presta atención -Pellinor no esperó más, ya estaban en casa, su madre giró su rostro hacia su padre con inequívocos gestos de preocupación.
- El gremio va a arañar con sus garras todo lo que tenemos...

Madre gritó, para seguidamente ahogar sus llantos en la cazuela. Pellinor apretó sus dientes sin mover su cuerpo mientras padre se acercaba a aliviar a su fiel mujer.

Por todos era conocido que el gremio de herbolistas intentaba desde hace años establecerse en una región después de tanto tiempo. El jefe del poblado y varios de sus hijos ya no podían resistir más la penuria del bloqueo comercial además de los traidores que el gremio compraba con oro y promesas.

Los días más fríos pasaron con temor, el bloqueo intensificó el hambre y malestar entre los habitantes del poblado. Dos familias huyeron para no volver, el hijo mayor del cacique conocido por ser la antítesis de su padre cabalgó una noche por el camino al sur sin volver tampoco. Se convocó la reunión y entre las aguas del deshielo el pueblo se concentró en la plaza de la villa. Salió por la puerta el cacique junto con sus dos hijos menores y tras dos toques de corneta habló ante sus compatriotas:
¡No! No nos han quitado lo que más amamos -se agachó apoyándose en su gran espadón tras bajar los escalones que diferenciaban plebeyos de privilegiados y cerró su puño recogiendo un montón de tierra aún húmeda por el rocío.

En un silencio agónico el pueblo esperó las palabras de su líder, algunos murmuraban que la marcha de su hijo le había vuelto loco pues ya hacía dos meses y los únicos encuentros que habían tenido las patrullas de exploración era con los mercenarios del gremio que amablemente les invitaban a darles sus armas y huir al pueblo o cambiar de bando. El cacique alzó su puño y echó la tierra bien alto:
- ¡Nuestra tierra, nuestro honor, nunca ha sido puesto en duda!

El pueblo se movilizó, cavaron zanjas y alzaron sus armas. El herrero trabajó sin descanso, se adiestró a las mujeres a una evasiva en que los más jóvenes portaría las armas que les darían una posible huida ante la esclavitud que ciertamente les esperaba si la batalla se perdía.

El viento soplaba fuerte proveniente de las montañas. La guardia no era lo que Pellinor más disfrutaba, pero se le daba bien la espada y era uno de los que deberían contener lo que llegara dado el caso. El valle se extendía ante sus ojos, ya no habría más valle si el gremio se hacía con él así que rezó a Tymora un leve canto, pero no era quien respondería a su oración pues sólo fue escuchada por Beshaba. Entre dos carrascas apareció una pequeña llama que se reprodujo salvaje. Las flechas empezaron a silvar, eran demasiados.

Pellinor contuvo a una unidad completa de esclavos con su espada. Eran unos diez, pero el terreno le era ventajoso y así lo aprovechó. Atravesó con su espada a cinco de ellos y los demás vagaron confusos cuando su negrero interrumpió su perpetua arenga con un hilo de sangre brotando de su maldita boca, el metal no era un buen complemento para las cuerdas vocales.

Bajó al pueblo a toda velocidad, de sus compañeros nada sabía. El ataque en contra del viento era mortal pues no se podía oir ni con el más fino oído élfico. Fue fatal cuando su vista amordazó sus sentidos con grandes columnas de humo, el gremio no los quería matar pues valían más como esclavos, pero no por ello causarían unas cuantas víctimas irremediables. Un perro oteó el ambiente a unos metros del arbusto en el que se escondía, el aire le golpeaba la cara, pero el perro salió disparado afortunadamente no en su dirección. Algunos de sus compañeros se alzaron para correr como diablos, dos jinetes los pararon con sus fustas. Se siguió arrastrando hasta el pueblo con precaución, llegó a la casa del herrero ya sin fuegos en su interior y subió hasta el piso superior.

En la plaza, el hijo desaparecido del cacique clavó en una pica la cabeza de su padre. Ahora sería él el jefe, ahora el gremio había conquistado el valle. Siguió escondido y vio al sacerdote del pueblo. No sabía muy bien porque pues no lo conocía demasiado, pero se sorprendía cada vez que el grupo de prisioneros lanzaban un latigazo, pues pese a sus heridas siempre intentaba interceder entre la cruel fusta y su destino. Tras media hora, el sacerdote cayó, le atenazaron las manos y recibió una lluvia de latigazos que lo dejó en el suelo inmóvil.

Dijeron algo a los ciudadanos, ahora privados de libertad. Pero su vista no se movió lo más mínimo del sacerdote, pues sabía que su padre y madre estaría en el refugio y no debía temer por ellos, que gran día en que convenció a padre de horadar en la montaña un camino hasta la cueva.

El segundo hijo del cacique apareció en lo alto de una colina. Jinetes sangrantes y vigorosos cayeron hacia el pueblo en vocación suicida. Un último respiro, lo que necesitaba. Bajó corriendo, cortó la garganta a un perro y notó un intenso dolor en un costado que no le impidió llegar hasta donde los habitantes se hallaban. Cargó a duras penas con el cuerpo del sacerdote y les indicó a los demás que le siguieran, mientras el último ataque se sucedía corrieron en una estrecha fila. El dolor recorría su cuerpo, pero debía aguantar. Sólo giró su cabeza cuando llegaron a las cercanías de su casa, podía observar como estaban en proporción de tres a uno por lo menos, el pueblo estaba perdido pero no sus gentes.

Señaló el camino y eliminó las huellas junto a los jóvenes que acompañaban a las mujeres. La nieve no mostraba ya su destino, entraron en la cueva y cerraron el paso con unas piedras sueltas. Corrió hacia sus padres y aliviado vio como estaban perfectamente. Ahora el pueblo tenía un camino que tomar, la cueva salía cercana a la ciudad y sólo debían caminar y caminar para encontrar una nueva vida.

Dos hombres sujetaban al sacerdote en una camilla. El joven Ducke le había dicho que le llamaba, hizo parar a sus porteadores y les indicó como debían sacar la flecha del costado de Pellinor. Su voz era débil, pero era totalmente consciente de que sus palabras salían de su consciencia. Cuando la operación fue completada no sin dolor, el clérigo acercó sus labios a los del joven y dijo:
eres... un penitente del quebrado. ¡Honra a tu verdadero dios con tu vida! -sus últimas palabras.

Eran unas últimas palabras que nunca olvidaría.

tusubconsciente

26/01/2010 18:08:35

El hombre caminó durante cinco jornadas sin encontrar ninguna aventura reseñable. Su viejo cuero estaba hecho polvo y sus botas empezaban a encontrarse en un estado deprimente. Entró en un valle a la hora en que el sol despunta y en mitad de este había una abadía de muros blancos. El penitente llamó a las puertas pues sus huertos no estaban siendo labrados a esas horas y al tiempo le recibieron dos hombres con hábitos grises.

Tras desarmarlo al saber su identidad y procedencia, los monjes dieron misa para el penitente que acababan de acoger. Tras los rezos prepararon una mesa con una humilde comida y interrogaron al recién llegado por las noticias de las tierras de alrededor, este les contestó de buena gana todo lo que sabía y tras horas de charla, uno de los sacerdotes, el más viejo de todos, se alzó en su silla para decir al penitente:
- Pellinor, hay en el camposanto de este lugar una tumba maldita. Todo el que se acerca sufre una pérdida de conocimiento y cae allí donde estaba caminando, pues el lugar conoce el propósito de quien se acerca y quien busca solución encuentra su desgracia.

El penitente se alzó y dijo al hombre sabio:
- Con gusto me enfrentaré a dicho ser, pero antes necesito recibir confesión pues sólo el quebrado sabe que si estoy limpio de pecado me podré enfrentar a quien me ofrezca desventura.

Rezaron durante una hora y el penitente le contó todos sus pecados desde los cinco últimos días. No eran muchos pero ya los encontraba dignos de mención ante un hombre de fe. Tras estos rezos lo armaron y condujeron hasta el borde del camposanto.
- Unos metros más allá ya estaréis en la zona peligrosa.

El penitente caminó sin dudar con su espada en la mano, con la otra se sujetó el yelmo y avanzó hasta oír una profunda voz que le llamaba. Daba gritos en su cabeza, doloroso testimonio de un alma corrupta:
- ¡Ay, Pellinor, siervo del quebrado! No te acerques más a mí, pues harás que me vaya del lugar donde he estado tanto tiempo.

Al oír esto Pellinor no se amedrentra, antes bien se acerca más a la tumba. Y cuando ya estaba frente a la gran losa, apretó su espada todo lo más fuerte que pudo y apretó la cincha de su hombrera derecha, lo que provocó que salieran unas gotas de sangre que tiñeron la junta. Pronto ve salir una humareda y una llama después y a continuación la imagen humana más horrible jamás vista. Se persigna, pues sabe que se trata del enemigo, y oye entonces una voz que le dice:
- ¡Ay Pellinor, penitente! Te veo tan libre de pecado que mi poder no resistirá tu fuerza: te dejo el lugar.

Al oír esto, destapó la tumba y pudo ver una armadura desgastada con las manos encintadas inscritas en el peto sobre el metal, a la altura del corazón.

Pronto vinieron los monjes que esperaban tal acontecimiento o algo peor y al verlos el penitente giró sobre sus talones y les dijo:
- ¿Por qué se ha dado esta aventura? ¿Por qué el quebrado me ha traído aquí?.

El monje más sabio dio dos pasos adelante y dijo:
- Penitente, naturalmente que os lo contaré y os lo diré con mucho gusto; y debéis saberlo como cosa en la que hay hondo significado. En esta aventura que habéis vivido había tres cosas dignas de mencionar y temibles. La primera era la tumba, pues la losa no era nada ligera de levantar, que representa los pecados del mundo que eran muy grandes cuando nuestro señor vino aquí. La segunda era lo que he averiguado, pues este cuerpo no perteneció a un sacerdote como se pensaba en las escrituras sino a un pecador que se hizo pasar por uno. La tercera era que sólo frenaría su voz ante alguien sin pecado y vos os habéis confesado ante nuestro más anciano sacerdote antes de venir a este lugar.

Los monjes sacaron el cuerpo del pecador de la tumba y lo llevaron fuera del camposanto ayudados por el penitente. Una vez fuera, el más anciano de los sacerdotes pareció comprender algo y le dijo al joven penitente:
- Esto era una señal penitente, pues este hombre llevaba una vez muerto una armadura que no merecía. Así pues, la lustraremos y será suya, en nombre del quebrado pues para eso se forjó.

Y así, el penitente abandonó con una armadura la abadía, tras los rezos con los sacerdotes y la promesa que algún día volvería a visitarles. A partir de ese momento también habló en nombre del quebrado como uno de sus sacerdotes y su foco sagrado sería aquella armadura que le hizo vivir tal aventura.