kosturero

04/03/2007 09:27:04

Sillentio D. Favole

Era temprano cuando se acercó al Khanduq esa mañana…el cielo prometía un día interesante.
No tardaron en rodearle varios medianos. Cuatro pudo contar, pero en los profundo de su ser, sentía docenas de ojos mirándole. No lucharía, no estaba totalmente recuperado tras la paliza sufrida justo antes del abandono. Les seguiría el juego, pues sabía que pronto sería uno más…y en un tiempo, temido incluso por aquellos que ahora le robaban.
Al menos no le habían quitado su pequeña guía. Su moneda de plata, la cual guiaba sus pasos por la senda del azar y el destino.
Con apenas algo de oro, tras perder todo en manos de esos medianos, se dirigió al bazar. Necesitaba entrenamiento, y cualquier palurdo que lo ayudara sería bienvenido. En bancarrota, sin equipo y sin dinero, marchó sonriente en busca de algún “amigo” que pudiera ayudarlo, contento de haber visitado el Khanduq. Satisfecho por haber encontrado su lugar, pensando en cómo había llegado a esa ciudad, y en cómo se desenvolvería allí.
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Hacía tiempo ya desde que lo arrojaron a aquel desierto. No cuajaba ente los elfos, y no sabía cómo lo haría en esa ciudad…Calimport se llamaba.
Se ajustó su sombrero, y lanzó la moneda al aire. Cara. La suerte no parecía sonreírle últimamente, pero quizás su suerte cambiara ahora. Al fin y al cabo, aquí nadie le conocía y eso era toda una ventaja.
No tardó en conocer la ciudad y sus entresijos, y rápidamente se dio cuenta de cuál sería su lugar. En una ciudad tan grande no le faltarían trabajos y clientes…al fin y al cabo, todo el mundo tiene enemigos, y todo el mundo quiere a alguien muerto... ¿o no era así?
Se mantuvo en las sombras tanto tiempo como pudo, consciente de los peligros que entraña una ciudad nueva, y más aún para alguien de su oficio. Observando en el mercado. En los callejones de los distritos. Observando. Siempre observando.
Había descubierto su sitio. Un barrio al que aquel con un mínimo de instinto de supervivencia no entraría en la noche. Ni solo durante el día. Ahora sólo necesitaría contactos. Necesitaría hacerse un nombre. Una reputación. Al fin y al cabo, en todo trabajo se necesita ser reconocido. Cuando lo lograra, acudiría allí…conseguiría respeto y oro. El poder no le interesaba. Aquél que era demasiado visible era el primero en caer, y eso lo sabía. Pero desde las sombras…si, sería el plan a seguir.
Se sentía extrañado cuando su voz interior estaba de acuerdo con él…no era lo habitual.

Preludio.-

Eran débiles. Aún se preguntaba cómo habían hecho para sobrevivir tanto tiempo sin invasiones en aquél bosque del demonio. Nunca habían tenido un contacto prolongado con otras razas, exceptuando al par de comerciantes que ocasionalmente llegaban de la ciudad de Nyt, en el Estrecho del Este.

Por todos era sabido la reticencia que Sillentio sentía hacia la naturaleza. Aún habiéndose criado cómo uno más, era bien conocido por su peculiar manera de pensar y de hacer las cosas. Y ésa manera de pensar lo llevó a pasar varias temporadas encerrado por los druidas del bosque, a la espera de que cambiara de actitud. Pero era inútil.

Una tarde, los comerciantes llegaron a la ciudad acompañados de un mago. El tipo, bajo su sombrero de pico, mostraba una cara afable con sus mofletes sonrojados y sus ojos grises. De pelo canoso y portando un gran bastón hecho con las raíces de un viejo roble, más parecía un viejo borracho que un mago, y en caso de parecerlo, para nada alguien capaz de representar una amenaza para nadie.

Ésa tarde, Sillentio se entretenía tallando una figura en un trozo de madera cuando, sin mediar palabra, el viejo mago se sentó a su lado, a unos pies de la carreta de los comerciantes, los dos rechonchos humanos que vociferaban las magníficas cualidades de un género mediocre, pero de gran valor entre ésos elfos separados del mundo.

El viejo dedicó una mirada al joven, en la cual un pequeño destello reveló más que toda una tarde de palabras. Y comenzaron a hablar. El anciano le contó acerca de otras ciudades. De los lujos de una ciudad llamada Calimport, llena de gentes de todo tipo. Las maravillas de la esplendorosa Aguas Profundas. Las batallas que los muros del Vado de la Daga habían vivido. El elfo contó acerca de la actitud que el resto de la comunidad tenía para con él. El anciano pareció bastante interesado.

Su charla despertó la curiosidad en el joven elfo, que rápidamente dejó de prestar atención a la figura que aún estaba tallando, perdido en divagaciones acerca de las ciudades a las que se refería el viejo que a su lado comía tranquilo una manzana. El viejo que tras su mirada escondía más de lo que parecía.

Al día siguiente, los comerciantes partieron. Un pasajero se escondía entre las telas del carromato, dispuesto a descubrir qué clase de mundo había fuera. Con una media sonrisa en su rostro, guardó la daga que había tallado en la tarde anterior. Aún no sabía por qué, pero al acabar la charla con aquél anciano, descubrió que lo que antes había sido un trozo de madera, era ahora una daga perfectamente tallada en madera de roble. Una talla exquisita. No sabía que tenía esa habilidad. No la tenía. Nunca la tuvo…

El gran carromato, compuesto por dos habitáculos, uno para los viajeros y otro para las mercancías. La vida ambulante de estos mercaderes, y el servicio de transporte que también ofrecían habían hecho necesaria la compra de un carromato de esas características. Tirado por cuatro caballos, emprendió su camino al alba.

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Despertar de la sombra.-

Habían pasado muchas horas desde que el carromato de puesto en marcha a primera hora de la mañana. Había caído la noche ya, y las sombras abrazaban al carromato, apenas guiado por la luz de una luna que brillaba clara en un cielo estrellado. Sólo el ruido de algún ave nocturna mantenía la cordura de una noche tan agradable cómo silenciosa.

Una flecha se clavó a un palmo de la cabeza del conductor del carro, que, sobresaltado, dio un fuerte latigazo a las riendas, lanzando el carromato a gran velocidad por el camino, rodeado de árboles por todos lados, a varias horas aún de ningún lugar.

Dos caballos negros como un abismo aparecieron raudos, cada uno a un lado del carro, que por más que corría, no podía dejarlos atrás. El conductor soltó las riendas y desenvainó un estoque que reposaba junto a él, enfundado en una vaina toscamente decorada con un faisán en la parte más alta. Tras soltar un par de mandobles e intercambiar un par de golpes con uno de los asaltantes, perdió el equilibrio, dando tiempo a éste a saltar sobre el techo del carromato.

Hubo un intercambio de golpes más. El conductor, recuperando el equilibrio de un salto plantó cara al atacante que estaba en el techo. A su espalda, el otro jinete había subido también al carro. Estaba rodeado, y la cosa no pintaba bien.

En el interior del carro, Sillentio se golpeaba una y otra vez con los fardos de telas y ropas, agradeciendo que los comerciantes fueran sastres y no armeros. Consiguió recuperar el equilibrio, y asomó la cabeza para ver que ocurría. No le gustó lo que vio.

El cuerpo del comerciante cayó del carro, a un pelo de golpearle al hacerlo. Sillentio se ocultó en el interior. Uno de los asaltantes tomó las riendas del carro, y con un fuerte tirón, hizo una brusca frenada. Varios fardos cayeron sobre el elfo. Ropas oscuras…no era mala idea, pensó al verlas.

Una vez el carro parado, los asaltantes lo rodearon, cada uno a un lado, y abrieron ambas puertas para ver quién viajaba a esas horas por un camino tan alejado de cualquier lugar. Dos virotes se clavaron en el brazo derecho de uno de los asaltantes, haciéndole soltar la cimitarra que empuñaba. El otro, al escuchar el grito ahogado de dolor, se llevó los dedos a los labios, y emitió un sonoro silbido. Justo antes de que una llamarada procedente del interior del carromato lo hiciera arder, quedando ardiendo de rodillas, gritando agónico. El elfo, consciente de la situación, salió silenciosamente del carromato y se escabulló, ocultándose en las sombras vistiendo uno de los oscuros trajes que habían caído a su lado momentos antes, hacia los arbustos más cercanos. Habiéndose criado en los bosques, moverse en silencio por ése paraje no le costaba demasiado. Se agazapó y pudo ver como de la otra parte del claro salían dos figuras más. Una alta y robusta, corpulenta. La otra más pequeña y con un aspecto totalmente distinto al de los atacantes. Mientras el resto vestía de negro y se tapaba la cara, dejando solo visibles los ojos, él vestía una túnica de un color que con ésa luz parecía gris. Sin duda alguna, era la figura de un arcano.

Mientras el cuerpo incinerado del ladrón caía al suelo, el otro clavaba las rodillas, llevándose las manos a la garganta. No podía respirar. Tenía el cuello hinchado, y el rostro pálido. No tardaría en morir por el veneno de los virotes que el segundo comerciante había disparado contra él. El rechoncho puso un pie en el suelo, y asomó la cabeza. Cayó rodando al suelo. Un tajo certero y veloz la separó del tronco del comerciante. El cuerpo aún tardó unos segundos más en salir del carromato, cayendo encima del ladrón, muerto asfixiado.

-Sal.- dijo el más alto de los dos, empuñando una espada larga, con una empuñadura ricamente decorada de joyas que brillaban de colores bajo la luz de una luna que observaba muda la situación.

Un pie se posó en el suelo, y luego otro. El anciano de cabellos grises salió del carromato, apoyándose en el bastón, y lanzó una mirada furtiva al espadachín. A varios metros, al otro arcano observaba, en tensión, apretando sus puños. Parecía nervioso.

El viejo miró directamente a los ojos al espadachín. El elfo no perdía detalle de lo que sucedía, moviéndose en silencio de un árbol a otro, de un matorral al siguiente, para no perderse lo que estaba por suceder.

(Un semiorco…por eso era tan grande…)-Pensó el oculto elfo.

La espada se acercó amenazante al cuello del mago, mientras los ojos de éste se clavaban en los del semiorco, murmurando unas palabras en voz queda. El bandido comenzó a sentirse confuso, su débil mente se nublaba por momentos, hasta que, de repente, alzó la espada, separándola del cuello de su enemigo y, girándola y agarrándola como un puñal, se la clavó en el pecho. Una siniestra sonrisa se dibujó en el rostro del anciano.

El otro arcano alzó los brazos, y una bruma de acido salió proyectada hacia el anciano, que parecía rodeado de una esfera de pura energía, imposible de traspasar por el asaltante. Sillentio se agazapó en unos arbustos justo detrás de éste. No quería perderse detalle de la lucha que se iba a desarrollar, aún consciente del peligro que corría estando tan cerca del combate.

Las dos figuras despedían un brillo tenue, seguramente debido al uso desproporcionado que estaban haciendo de la magia, y el aire pareció pararse alrededor de ellos. Nunca había experimentado una sensación así el elfo, y estaba mirando extasiado.

El anciano levantó una mano, señalando al mago, y una serie de destellos y rayos se desprendieron hacia su objetivo, pero , aunque lo alcanzaron, no parecieron tener efecto alguno sobre él. Algunas de las hojas del arbusto dónde el elfo se escondía se deshicieron quemadas, y este retrocedió un poco, a una situación mas segura.

El mago respondió. Se agazapó un segundo, murmurando palabras ininteligibles para el elfo, y unos tentáculos enormes salieron del suelo mientras el arcano se erguía desafiante, intentando herir al anciano. Éste, sin embargo, se alzó en el aire, aterrizando justo encima del carromato. Respondió al fuego con fuego. El aire es enfrió un segundo dónde se situó, y a su alrededor, cuatro pequeñas puntas de hielo flotaron un segundo antes de lanzarse hacia el tipo, derritiéndose justo a unos pasos de él inexplicablemente.

De repente, el anciano se llevó una mano al costado y cayó de rodillas, tosiendo, y alzó la mirada hacia su enemigo. Al mago se le dibujó una sonrisa en la cara. Sillentio sintió el peligro como si fluyera por sus venas. Tenía que hacer algo, pero estaba desarmado. Por un segundo, creyó ver al anciano mirándole directamente a los ojos.

Manos apuntando al cielo, un círculo de nubes oscuras se arremolinaron en el cielo, soltando ruido de truenos. El asaltante sonreía mientras pronunciaba las palabras, el cielo se oscurecía sobre ellos. Convocaba el poder del rayo, eso estaba claro.

De repente, la daga de madera que tenía en su cinturón comezó a emitir una leve vibración, y Sillentio lo vio claro. Se incorporó y comenzó a andar, silencioso, decidido, con la daga en su mano derecha y sin perder de vista al mago, demasiado ocupado en pronunciar las palabras adecuadas y ciego por su inminente victoria. Agarró al mago con su mano izquierda y lo giró hacia sí mismo, y mirándole directamente a los ojos, ojos de sorpresa, le clavó la daga en la garganta.

-(Nadie había informado de que hubiera otro ocupante en la carreta, ¿cómo iba a saberlo?). Eran los últimos pensamientos del cadáver, mientras intentaba asir a aquél que le había dado muerte.

El mago cayó inerte al suelo, inmóvil, mientras su mano se soltaba de la camisa del elfo, aferrada a un último intento de resistir la muerte que tan rápido y de sorpresa le había sobrevenido. Sillentio no pestañeó. Se agachó y sacó la daga del cuello del muerto, la limpio con la capa que el mago vestía, y la volvió a enfundar en su cinturón, teñida en escarlata sangre.

El anciano ya estaba en el suelo, junto a él totalmente erguido y con una media sonrisa escalofriante en su rostro. Sillentio lo comprendió todo con una mirada.

-Sabía que había visto algo en ti- dijo el anciano-. Hoy has renacido.

Sillentio no sabía que decir. Nunca había matado a un hombre, pero no se sentía mal en absoluto. Más bien lo contrario, había sido…gratificante.
Ahora me perteneces, elfo-Continuó el anciano-. Favole es mi nombre, y como de Favole serás reconocido, Sillentio.

El elfo lo miró directamente a los ojos, su mirada era más fría que nunca. Había probado la muerte y le había gustado. Había encontrado su lugar, fuera de la arboleda donde creció. Asintió con la cabeza, y solo pronunció una palabra.

-Gracias.

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Educación en el Arte de la Muerte.

Vals, quizá demasiado al norte para el aguante del elfo que tuvo que acostumbrarse al frío de la zona en la que ahora tenía su hogar. Allí lo tomo bajo su tutela aquel anciano mago, líder de una red de contrabando de armas. Que equivocados aquellos que vieron a un viejo borracho en su figura, sin saber el poder que el tipo ostentaba más allá de las lindes de aquél bosque.

Sillentio no tardó en hacerse con la ciudad, sus callejones y sus recovecos, siempre vigilado e instruido por Maennare, una humana al servicio del que ahora era también su señor. Alta, rubia, y con los rasgos justos de elfo como para ser dueña de una belleza tan grande como peligrosa. Al parecer, su padre había sido un semielfo noble, venido a menos por diversos escándalos que lo acercaban al espionaje, aunque sin pruebas suficientes para ser inculpado de ello. Aún así, la familia cayó en declive debido a la falta de confianza que el regente depositó en ella tras llegar a sus oídos los rumores existentes.

La mujer instruyó a Sillentio en todos y cada uno de los aspectos de la infiltración y el asesinato. El arte de las trampas y el del interrogatorio, así como la tortura y el engaño. Con el tiempo hizo del elfo todo un mercader de la muerte, hasta que estuvo preparado como para trabajar en solitario.
Favole se mostraba cada vez más satisfecho con su nuevo súbdito, y cada vez le fueron encargadas tareas de mayor peso. El elfo se hizo un nombre entre el círculo en que se movía, incluso llegando a rivalizar con su maestra y compañera, que no amiga, ya que en este tipos de trabajo, uno no puede considerar amiga ni siquiera a su sombra. La mujer en cambio, no ocultaba los celos que el elfo empezó a hacerle sentir, ya que hasta ahora, nadie había conseguido igualar su talento y eficacia, o no había sobrevivido lo suficiente como para lograr deleitarse de dicho honor.

Una misión más. Un encargo relativamente sencillo. Sillentio fue enviado a espiar el palacio del regente de Valis. Necesitaban saber las rutas de comercio que se usarían en esa temporada y las rutas de vigilancia de la guardia y el ejército de la ciudad. No era la primera vez que lo hacía, sin embargo, la sorpresa que se llevó lo hizo todo aún más interesante.

En uno de los callejones cercanos a la villa divisó dos figuras bien cubiertas y con sus rostros ocultos por pañuelos oscuros, negociando, intercambiando información, o dedicados a cualquier otra cosa…y no tenía constancia de que nada de eso tuviera que estar sucediendo, ni allí, ni en ese momento.

Mientras, oculto en las sombras se acercaba, de tejado en tejado, pudo ver algo que le resultaba extrañamente familiar. Un hilo casi imperceptible que cruzaba por completo el tejado casi a ras de suelo. Se detuvo en seco, y examino el hilo, con sumo cuidado, y llegó siguiéndolo de un lado al otro del tejado. Antes de llegar al extremo, se detuvo y, acercando el cuerpo al suelo, pudo ver claramente una trampa que, de no haberla visto a tiempo, le habría hecho saltar por los aires. Sin embargo, lo que le inquietó no fue encontrar la trampa en si, sino lo familiar de su diseño. Si algo sabía, era que cada trampa era un mundo, y cada mundo, tenía su creador. Y esa trampa tenía nombre propio, Maennare.

Casi sin moverse, sacó de su fajín un pequeño espejo, con el que observo sin moverse su alrededor. Parecía que ésa era la única trampa emplazada, pero aún así, guardó su espejo y sacó un pequeño frasco que contenía un polvo especial, hecho con pigmentos de diversos componentes. Vertió un poco en un pañuelo y soplo suavemente alrededor suyo. Definitivamente había sido una suerte que la trampa no saltara. Decenas de hilos lo rodeaban por cualquier lado dónde miraba. El polvo de había adherido a las tranzas, mostrándole bajo la luz de la luna un suave brillo allí donde uno cruzaba. Respiró hondo.

Haciéndo uso de su habilidad, consiguió salir del embrollo y acercarse lo suficiente como para escuchar lo que allí estaba teniendo lugar. Maennare y el Capitán de la guardia estaban haciendo tratos, y al parecer, Favole era la moneda de cambio.

Dio media vuelta, y abrazado por la noche, volvió sobre sus pasos. No sería fácil destapar a su maestra, y sin pruebas, el anciano Favole no le creería. ¿O quizás si? Mientras recorría los tejados de la ciudad, a Sillentio se le planteaban muchísimas dudas. Tenía un duro enemigo al que enfrentarse.

Maennare subió a recoger las trampas que había dejado preparadas por si algún indiscreto visitante hacía aparición. Pasó un dedo por el suelo, y sonrió al verlo impregnado en un polvo reluciente a la luz de la luna. Todo marchaba según había previsto.

Sillentio llegó a la casa del anciano, entró silencioso como de costumbre, esperando verlo perdido en la lectura de algún antigüo tomo, como de costumbre. El anciano lo esperaba con rostro iracundo. Sus ojos desprendían desprecio. El mago le tiró a la cara un montón de cartas, al parecer escritas por el propio elfo, y dirigidas al capitán de la guardia. La sorpresa se hizo eco en el rostro del asesino. La rabia en los ojos del mago.

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Caída.-

Desde la calle se vió un rayo de luz salir de una de las ventanas. Sonido de lucha salía de la casa. Maennare sonreía satisfecha mientras se acercaba con paso tranquilo.

El elfo se ocultó en las sombras, fundiéndose con ellas, esperando salir de la vista del mago que, empapado en ira, lanzaba uno tras otro una docena de rayos, destrozando lo poco que quedaba del lujoso salón dónde pasaba la mayoría del tiempo.

-¡Traidor!- gritaba, mientras de sus ojos salía un resplandor verdoso justo antes de lanzar la siguiente descarga.

-No soy yo quién te ha traicionado- Sentenciaba una voz desde alguna parte de la habitación- ¡Entra en razón! .

El mago cerró un segundo los ojos, y los abrió de golpe, mostrando unas pupilas blancas, brillantes como el mismo Sol. Lanzando furtivas miradas por toda la habitación, buscó al elfo, sin obtener resultado. Lo habían enseñado demasiado bien. Otro, habría confiado tan solo en su habilidad para esconderse, éste utilizaba cualquier cosa en su entorno. No sería fácil encontrarlo.
El elfo lo miraba en tensión. No se encontraba a mas de unos centímetros del mago. Había utilizado la propia sombra de éste para ocultarse, quedando todo el tiempo a su espalda. No habían sido pocas veces las que había imaginado un momento así, pero no contaba con que llegara a suceder. Las cartas falsificadas habían cumplido su objetivo, quizás demasiado bien. Al fin y al cabo, la trampa no se la había tendido cualquiera.

-¡Muéstrate, serpiente!

El mago giraba sobre sí mismo una y otra vez, examinando con su visión conjurada la oscura habitación, apenas iluminada por las pequeñas llamas que algún trozo de tela alcanzado por los rayos generaba. El elfo, seguro en su escondite, decidió que era hora de poner fin a tal situación.

Desenfundó su daga despacio, preparado para dar un golpe de gracia definitivo. De repente, notó una punzada en el cuello. Se llevó la mano libre a la zona y extrajo un pequeño alfiler. Apenas le dio tiempo a reconocerlo cuando quedó inmóvil y a descubierto. Junto a él, un rostro familiar. Maennare.

Paralizado y al descubierto, estaba a merced de ambos atacantes. Había bajado la guardia en el último momento, y eso podría costarle quizás demasiado caro. De hecho, conociendo a ambos contrincantes, no esperaba lo contrario.

El mago se giró, y lo miró directamente a los ojos, murmurando una salmodia que el elfo no tardó en reconocer. Lo había visto hacer la primera vez la noche en que comenzó todo, y después en cientos de interrogatorios. El mago estaba accediendo a lo más profundo de su ser, entrando en su mente sin cuidado alguno. Llegando a todos sitios, pero sin buscar algo en concreto.

De repente, el elfo cayó al suelo, libre del veneno que lo había dejado tan vulnerable. Aferró su daga de nuevo, e intentó resguardarse en la sombra de nuevo. No pudo. De repente, todo lo aprendido había desaparecido de su memoria. No recordaba siquiera la manera de fabricar una trampa sencilla, la manera de apuñalar por la espalda ahogando un grito en su enemigo…nada que lo pudiera salvar de un funesto final. Maldijo al mago por haberse dejado llevar por la ira, por no haber rebuscado en los recuerdos recientes en busca de una explicación a la falsa traición.

Un par de dardos se clavaron en su muslo izquierdo cuando trató de huir. Maennare no le dejaría salir de allí con vida, sabiendo cuanto sabía, eso era evidente. La mujer debía llevar tiempo preparándole la encerrona.
Favole se le acercó y lo aferró por el cuello. Comenzó a sentir una leve vibración recorriéndole el cuerpo justo antes de una gran sacudida, que lo dejó carente de fuerzas para intentar nada más. Estaba perdido.

Maennare empuñó su enjoyada daga, que comenzó a emitir un leve brillo rojizo, ansiosa de sangre, pero justo cuando se disponía a dar el golpe de gracia, el mago la detuvo. Al parecer tenía otros planes para el elfo.

Una luz rojiza lo inundó todo. Después, solo arena extendiéndose kilómetros y kilómetros…En su bolsillo, tan sólo una moneda de plata. La luna en una cara, el Sol en la otra. Su daga de madera colgaba del cinturón.

Se levantó del suelo y miró alrededor suyo, buscando algo con lo que orientarse. Se encontraba en un desierto, en lo que parecía el fondo de un desfiladero, acantilado a un lado y a otro formando un pasillo que parecía extenderse kilómetros y kilómetros.

La Luna fue cara, y el Sol fue cruz. El norte fue Luna y el Sol, sur. Fue Sol.
Sin nada en absoluto, salvo su vieja daga de madera, el elfo se encaminó hacia el sur, desconociendo el paraje, desconociendo su destino, pero con una idea clara, la venganza.

kosturero

13/03/2007 11:49:39

No era lo que esperaba...Quería volver a ser temido como antes, pero no por esto. Su cuerpo estaba lleno de cicatrices, de mordiscos que incluso arrancaron parte de su carne. Estaba deformado, pero al menos no habían llegado a su rostro...serviría con cubrir esas heridas...si, eso haría...

Mientras camina por el bazar de Calimport, lanzando una y otra vez su moneda al aire, una media sonrisa se dibuja en su rostro. Pese a ese incidente con los no muertos de la torre, estaba mejorando.